Por Luis Martínez Alcántara
PSG pasó la escoba 4-0 sobre el Inter Miami… pero con suavizante. Todo apuntaba a un set de tenis cuando Achraf Hakimi clavó el 4-0 justo antes del descanso; sin embargo, en honor a la vieja amistad con Messi, los parisinos soltaron el acelerador y el marcador se quedó congelado. Respeto, misericordia o simple ahorro de energía: el campeón francés mostró que, aun a medio gas, le sobran recursos para despachar a cualquiera.
En el otro duelo estelar, Flamengo tuvo al Bayern temblando durante un suspiro: llegó a ir 2-0 arriba y por momentos parecía que el “Mengão” le tomaba el pulso al gigante alemán. Todo cambió con la criminal plancha de Erick Pulgar a Harry Kane: el chileno salió lesionado –ironías del fútbol– y el potente Bayern lo aprovechó para remontar 4-2 con el martillo habitual de Kane y la artillería de Goretzka. Moraleja: jamás despiertes a la bestia bávara con patadas.
La Copa Oro también dejó drama puro. Canadá dominó 45 minutos y hasta se permitió el lujo de perdonar; Guatemala resistió, empató y terminó echando a los de la hoja de maple en penales (6-5). Un batacazo que confirma que el fútbol de la Concacaf es cualquier cosa menos predecible… salvo cuando hablamos de sustos. Que lo diga Estados Unidos: Costa Rica le forzó los penales y estuvo a un tiro de dejar en ridículo al anfitrión antes de caer 4-3 desde los once pasos.
México ganó 2-0 a Arabia Saudita, sí, pero volvió a dejar la sensación de estar jugando a las adivinanzas. Javier Aguirre sigue moviendo fichas como si fuera un laboratorio improvisado y la Federación Mexicana parece conforme con un cuadro que hace lo mínimo indispensable. Queda menos de un año para la gran cita y el Tri transmite la misma confianza que un auto sin frenos bajando una pendiente.
En síntesis: los colosos europeos cumplieron y avanzan sin despeinarse, la Concacaf vivió su tradicional montaña rusa y México continúa atascado en el tráfico de sus propias dudas. El espectáculo sigue y, a este ritmo, solo hay una certeza: en el fútbol de hoy nadie puede guardar la calculadora… excepto los alemanes, que ni con faltas salvajes pierden el paso.